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Pasaba por ahí

Los Ángeles, 2024

14 de agosto. Hoy Felipe Agredano nos hizo un tour por East LA. Visitamos la plaza del mariachi. Pude ver muchas Guadalupes y fuimos al lugar donde tuvo lugar el nacimiento del pentecostalismo hispano en Azusa Street, hoy convertida en plaza cultural de Japón. Estuvo padrísimo.

15 de agosto. Los Ángeles lleva en su nombre lo plural. Hay muchos Ángeles, dependiendo el barrio y la zona desde donde te toque vivir esta gran y desparramada ciudad.

En esta ocasión estoy en ella situada en uno de los barrios más cooles de la ciudad: el West Wood Vilage que alberga a la ciudad universitaria de la UCLA. Desde acá todo es tranquilo. Hasta huele a perfume de magnolias.

Su centro parece el casco de un pequeño y pintorezco pueblito español. Hay dos cines Art Deco que sirven de escenario de premiers donde puede ser que veas a las estrellas de Hollywood desfilando por la alfombra roja.

Se camina subiendo y bajando arboladas y enjardinadas colinas. Los chavos lo hacen en scooters. Aquí todo está in.

Los supermercados, como es el Wholefoods, ofrecen todos sus productos con sello orgánico, saludable, vegano y relajante. No más gordos parecen sentenciar.

Los cafés se esmeran en incluir a todo lo políticamente inclusivo: múltiples leches, cafés, tés, matcha y combuchas. Jugos cold press que no tienen sabor.

Lo primero que noto es que son pet friendly y que exhiben una galería de fotos de perros con sus nombres que dice “Our true friends”.

Quiero ir al baño y me doy cuenta por la cola que tengo que hacer que solo hay un único baño en el local. En la puerta se anuncia que es all gender, y que ello que incluye tres géneros (falda, pantalón y media falda con medio pantalón). Además hay un letrero en braille que intenta incluir invidentes (aunque no logro imaginar cómo un ciego pueda llegar ahí esquivando obstáculos para poder leer el letrero que diga que es inclusivo).

Noto que en las pequeñas mesas hay unas calcomanías con sillas de ruedas indicando que son también para discapacitados, aunque es imposible que alguien pueda descender hasta ahí por los abruptos escalones, cuando no hay una rampa ni elevador que les de acceso real. En fin, me deja pensando que esto de lo “inclusivo” es más una marca instituida por el consumo, con señales vacías que realmente una realidad real.

Mi sospecha se confirma más cuando veo los platos ya servidos; ahora sí se me cae por los suelos la idea de saludable, porque el tamaño de las porciones son enormes. Y siento lo mismo cuando miro hacia el depósito donde están todos los vasos de cartón y las tapas plásticas de café y se derrumba la idea de su ecosustentabilidad .

En el café todos los asistentes están conectados a sus computadoras. Varios de ellos switchean constantemente a ver también sus teléfonos. Parecen imantados a las pantallas. Nadie mira a su alrededor. Nadie sonríe. Están solos. Son totalmente indiferentes a los vecinos de mesa. Pienso que qué rara inclusividad actual que queda en señales y no en prácticas. Cómo ser inclusivos cuando nadie ve al otro, ni le sonríe, ni le habla. En fin, hoy los cafés no son lugar de encuentro.

En el barrio están también los dispenceries. Son tiendas de mariguana que más parecen una boutique. Son limpias y seguras. De ello depende su legalidad. Mal ingresamos, nos recibe un policía uniformado que muy amablemente, nos pide tus datos para registro; la edad y la dirección son indispensables. Nos pregunta por el interés: ¿qué buscan?

Después de pasar la prueba, pasamos por un pasillo a un mostrador en la parte trasera del local. Se abre una cortina similar a un telón de teatro y sale un alegre y guapo joven con camisa hawaiana: “Hi! How are you?”, nos da la bienvenida (muy teatral). Nos pregunta sobre nuestros deseos. “¿Es la primera vez que vienen? ¿Qué desean?”. Es muy empático y conversador. Parece interesarse en nosotras usando frases cortas. Le explico que necesito CBD para motivar el sueño de mi mamá recién operada y de 92 años. Me consuela como si fuera mi amigo. También añado que quiero de otra que solo provoque risa. Asiente. Regresa con tres sabores de gomitas empaquetadas con risa. Previene que probemos primero con la mitad de una gomita.

Elijo risa sabor naranja. De los sobres que contienen gomitas para el sueño elijo el sabor sandía. Insisto —para asegurarme— que no genere alucines, de por sí mi mamá ya ve fantasmas, le explicó. Pago con tarjeta sueños y risas empaquetadas por tan solo 40 dólares. ¡Esto sí que es cool!

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