18 de junio. Ayer llegué a Fridburg en Suiza, les cuento que es una hermosa ciudad medieval, que forma parte del antiguo Camino peregrino de Santiago. En su catedral se encuentra la reliquia de la mano de San Nicolás y en su portal hay una representación barroca del camino hacia el cielo o hacia el infierno.
Es una ciudad que se recorre atravesando puentes que te trasportan a diferentes tiempos y a distintos paisajes. Es en realidad un estuche de monerías con anuncios antiguos como el que nombra una escalera como: “La cité des petites pois perdus” o la plaza del mercado que coloca un arco que anuncia que es la calle de las esposas fieles y los maridos perfectos y a unos pasos se invita a pasar al café de les infidelités.
A pesar de que es una ciudad que se preserva como museo, donde se puede beber el agua cristalina de una fuente o en la que se mantiene un funicular que aun funciona con ingeniería hidráulica, es también la ciudad que sirve de lienzo para cerrar la promesa con un candado, para intervenirla con mariposas de crochet, o para pronunciarse por el matrimonio inclusivo o para hacer de un paisaje de los Alpes un extraño parque temático de personajes mágicos del bosque influidos por el imaginario de Disney, hasta el carro del mismísimo Batman.
Todavía queda por recorrerla y descubrir más de su vida, por lo pronto me detengo a comer un delicioso fondue.
20 de junio. La vi e irremediablemente captó mi atención. Primero pensé que era una persona actuando como estatua, de esas que vemos en las plazas concurridas de Europa y que representan la inmovilidad de las estatuas. Me acerqué para darle una moneda a cambio de una foto, pero noté que sus dimensiones eran menores a las humanas.
En realidad, al mirarla de frente caí en la cuenta de que era una fuente de bronce que al estar sobre la banqueta genera la fuerte y extraña sensación de una estatua viviente. Una estatua que transmite una profunda tristeza porque llora.
El efecto logrado por el escultor se debe a los ligeros escurrimientos de agua que salen de sus tristes ojos para descender por sus mejillas y chorrear su barbilla y luego descender como mojadura de lluvia a lo largo de una gris gabardina hasta mojar sus botas para finalmente filtrarse y desaparecer por la alcantarilla donde está parada. Es la estatua más conmovedora que he visto en mi vida. Realmente parece viva porque está llorando. Un acto totalmente viviente.
Hoy me explicaron que era un homenaje a los inmigrantes que son constantemente invisibilizados e ignorados en las ciudades europeas. Ahora como fuente es imposible ignorarla.
22 de junio. Cada cual tiene sus obsesiones. Una de las mías es descubrir altares en casas, calles, negocios, parques, carreteras o en automóviles. Hay estilos muy fáciles de reconocer y otros que por innovadores rompen con nuestros identificadores.
Ayer, mientras iba caminando rumbo a la universidad en Fribourg llamó mi atención una ventana exterior. Había decenas de frascos apilados. Mis antenitas de vinil se encendieron y me detuve a ver de qué se trataba. Intrigada pensé que podía ser una vitrina de una extraña tienda de tiliches, o una alacena pública de una despensa, o un extraño laboratorio con muestras de trozos de materialidades de una vida. Yo decidí caprichosamente que podía considerarlo como un altar.
Cada frasco contiene un objeto. Un papel con un mensaje. Una carta hecha pedazos. Un boleto de cine. Wendy la de Peter Pan. Una foto de juventud. La foto de una niña feliz. El separador de un libro. Una nota de supermercado. Una hoja escrita en el cuaderno escolar. Un sobre con estampilla. Una flor seca. Un anuncio de tatoo. Una lolly pop con envoltura. Piedras. Fósiles. La tarjeta de regalo. El empaque de un condón. Una moneda…
Cada uno de ellos fue seleccionado porque testimonia algo: una foto instantánea del pasado. Cada uno fue colocado en un frasco vacío y transparente. Cada frasco fue puesto en el marco de una ventana que da a la banqueta. Juntos conforman un montaje para preservar cada cosita. Pero creo que el acto de colocarlo en una ventana exterior nos habla de un acto destinado a compartir y exhibir con gente desconocida (como yo) que quizá jamás conocerá (aunque me encantaría, solo pasé por ahí), pero que si se detiene a observarlo conocerá detalles afectivos de una vida anónima y quizá se sentirá afectado sentimentalmente por algunos de los objetos. Este altar me parece escenificar una vida enfrascada como las mermeladas para conservar.
26 de junio. La Guadalupe no podía faltar ni siquiera en un pueblo tan remoto y pequeño como Fridburg, que representa un bastión del catolicismo dentro de la Suiza protestantizada e iconoclasta. La encontré en una capilla en un pequeño templo en San Julián que está justo en la Universidad.
Su retrato fue traído desde el Santuario del Tepeyac. Imaginemos la dificultad para transportarla con todo y su pesado marco de metal. Instalada en un muro con una improvisada mesa vestida se constituyó una capilla.
Su presencia inspira devociones que se agradecen en un cuaderno donde personas de distintos países y en distintos idiomas han escrito sus mensajes de agradecimiento y fe. Yo también lo hice porque me emociona su compañía.
Además, a diferencia de otras imágenes ahí presentes, como la de Santa Rita, Guadalupe siempre tiene un altar “muy practicado” con veladoras encendidas y varias macetas de orquídeas bien cuidadas.
Esta escena no tendría nada de particular en México donde se le reconoce como madre, ni en Estados Unidos donde los inmigrantes la colocaron en los templos para mexicanizar el catolicismo, pero verla en Suiza da cuenta de su extraordinaria capacidad de viajar, de traspasar distancias y sobre todo de atraer devotos sin importar etnicidades.